lunes, 11 de abril de 2011

Prólogo a Infancias

Desde que tengo memoria, siempre me ha gustado escuchar a mis padres contar su infancia. Cada uno venía de un mundo poderosamente codificado, pero estos mundos estaban a años luz uno del otro. El venía de una familia cosaca de Crimea. Sus relatos traían a la vez el viento cálido que acariciaba las viñas aplastadas por el sol al borde del Mar Negro, el grito de los lobos que desgarraba la nieve y el relincho de los caballos. Ella relataba un mundo cerrado casi por completo sobre sí mismo, aislado, seco y rígido, en el cual el destino de las mujeres se jugaba enteramente en torno del matrimonio: el de la gran burguesía francesa.
Y sin embargo ambos estaban ahí, juntos, costase lo que costase, a lo largo de los años. Papá y Mamá habían logrado la hazaña de encontrarse, quererse y cuidarse. Sus tres hijos –mis dos hermanos mayores y yo– estábamos ahí, entre ellos, intentando hallarnos entre esas dos familias poderosas. Una, por su presencia y las obligaciones –alegres o fastidiosas, según el caso– que nos imponía. Otra, poderosa por su ausencia y por la fuerte carga imaginaria que vehiculizaba. Era algo ligado a lo más íntimo de nosotros. Estos abuelos, tíos y tías cuyos rostros escrutábamos en las fotos eran indudablemente nuestra familia. Hablábamos poco de ellos, pero su secreta presencia nos pesaba, eran muy cercanos y sin embargo sabíamos que nunca los veríamos. En el caso de mi padre, ese "nunca más", ese dolor del exilio, era un jardín secreto. Era discreto en ese sufrimiento. No obstante, siempre percibí –y fue mi madre quien me sensibilizó por el inmenso respeto que le tenía– ese dolor anclado en su corazón. Trazaba su camino, recto, poderoso, estaba allí, pero en alguna parte íntima de su alma todavía sufría y estaba siempre jadeante por esa separación brutal de su tierra natal, de su lengua y de los suyos. En sus actos cotidianos, uno veía en ambos la marca del coraje que habían necesitado para ser ellos mismos.
En el folklore familiar, lo que más amaba era el relato de la llegada del cosaco Boris Dolto a la familia Marette. Me encantaba escucharla una y otra vez. Los detalles concernientes al criado a quien no se debía sorprender me hacían sentir la extrañeza de esas costumbres familiares tan distantes del estilo de vida y de las relaciones que nuestros padres habían elegido para la familia que habían fundado. Desde nuestro punto de vista de niños no sabíamos qué era más exótico: ¿los cosacos con las mesas cotidianas de treinta personas, o los burgueses franceses cuyos hijos no tenían derecho a hablar?
Antes de su casamiento, la vida de mamá había sido trágica y sus relaciones con su madre, apasionadas y dramáticas. La familia había atravesado la Gran Guerra, de la que salió muy resentida. Luego la hermana mayor de mamá murió en plena juventud, arrancada por un cáncer. Este duelo hundió a mi abuela en una depresión melancólica. Mi madre no se sentía amada, era el patito feo, imposible de casar. Era diferente y se lo hacían pagar caro. Tras una larga lucha conquistó el derecho a estudiar y a ser libre. Atravesó momentos de soledad espantosos. Esa parte de su vida me hacía llorar y desencadenaba en mí sentimientos de cólera hacia mi abuela que, como suele ocurrir, se había vuelto una abuela deliciosa, luego de haber sido una madre terrible. Mamá me ha enseñado mucho por su modo de tratar tiernamente a esa mujer a quien había perdonado todo gracias al psicoanálisis.
Durante todo ese período oscuro, así como a lo largo de toda su vida, su fe llegó a ser una fuente de fuerza y serenidad. De niña, le dejaba un lugar en su cama a su ángel guardián; más tarde se reivindicaría siempre como cristiana y ciudadana. Su religión estaba lejos de cualquier "buendiosería". Su fe era poderosa, abierta a todas las religiones y poco centrada en la práctica. Su rezo era libre. Para ella, Cristo era el "amo del deseo", y no el guardián de la moral. Publicó esa lectura del cristianismo en un libro que sorprendió al Vaticano: L’Evangile et la foi au risque de la psychanalyse.
Es esa infancia extraña y dolorosa la que se relata en este libro. Lo veo como una fuente de esperanza y confirma que siempre hay un camino. En 1986 se había decidido que ella escribiría un comentario para un libro de fotografías de niños de Alecio de Andrade, amigo maravilloso y maravilloso fotógrafo brasileño. Las fotografías estaban allí, magníficas, todos esperaban, pero mamá, cosa excepcional, no conseguía escribir. Un buen día pensé que podría ayudarla planteándole preguntas acerca de su propia infancia y fue así como nació este libro. Lamentablemente, el editor separó luego el texto de las fotografías que originalmente acompañaba. Contiene algunos errores de fechas que muestran ciertos retoques de la memoria; los hemos dejado pues no cambian nada ni en el fondo ni en la esencia. Más tarde, en los meses que precedieron su muerte, relató su vida más detalladamente en otro libro: Autoportrait d’une psychanalyste [Autorretrato de una psicoanalista]. Después de su muerte, hemos encontrado intacta toda su correspondencia familiar entre 1913 y 1938. Fue emocionante y asombroso leer esas numerosas cartas que confirmaban e ilustraban precisamente aquello que está escrito en Infancias y Autoportrait d’une psychanalyste. Constituye a su vez un sorprendente documento sociológico sobre la guerra del ‘14 y sobre la burguesía francesa. Esta correspondencia se publicó en 1991.
Algunos podrían asombrarse de que un psicoanalista muestre hasta ese punto las claves del enigma de su historia. Françoise Dolto pensaba que todo psicoanalista que escribiera y teorizara públicamente debería dar cuenta de su camino hacia la profesión de psicoanalista, puesto que este camino es inseparable de su práctica clínica y de su pensamiento teórico. En los escritos de sus comienzos se nos ve aparecer a nosotros, sus hijos, pues las anécdotas de las que éramos héroes servían de viñetas clínicas. Ella observaba todo, todo el tiempo, de una manera muy particular. Era una observación empática y afectiva en la cual comprometía toda su sensorialidad. A partir de sus observaciones, construía y retocaba sin cesar su obra teórica. Era pues inevitable que los pequeños sucesos de la vida cotidiana en su propia familia fueran para ella una fuente de reflexiones fecundas. Más tarde, después de haber perdido a su marido, volcaría sus meditaciones en otro libro punzante y poético: Solitude [Soledad], publicado por Gallimard. Como habitualmente revelaba lo esencial sin develar lo íntimo –ése era su "tour de force"–, nunca fue indecente.
Françoise Dolto –lo vemos bien en Infancias– fue una médica clínica precoz. Gracias al hecho de que observaba a su familia de esa manera, desde los cuatro años e incluso probablemente antes, pudo escapar a un destino funesto y colocar ese sufrimiento superado al servicio de los otros y en particular de los niños.
Desde muy joven decía que quería ser médica de educación, "¡Eso no existe!", decían los grandes, "Y bueno, habrá que inventarlo", respondía Françoise, alias Vava, segura de lo que decía. Tenía razón, ya que la sorprendente pequeña que encontrarán leyendo este libro movilizó mucho a su época. Junto con otros, rehabilitó el genio de la infancia y devolvió la dignidad a todos los pequeños que sufren. En Francia, gracias a un programa de radio en el cual respondía cartas de los padres –Lorsque l’enfant paraît [Cuando el niño aparece]–, y a través de esos libros que se dirigían al gran público, modificó totalmente la mirada que se arrojaba sobre los niños, en particular sobre los bebés, y las relaciones padres-hijos. Promovía una ética de la educación en la cual la responsabilidad reemplaza a la culpa. Sabía expresar el saber que le había aportado el psicoanálisis con palabras muy simples porque amaba compartir lo que había comprendido. Françoise Dolto consideraba que era parte de su deber de ciudadana ayudar a la sociedad a prevenir los sufrimientos psicoafectivos en los niños más que intentar curarlos una vez producido el mal. Prevenir era simple, decía ella, y es verdad. Esa dimensión de su trabajo la volvió muy popular y muchas generaciones fueron educadas por padres que seguían sus ideas. Al final de su vida, era amada como un miembro de la familia en muchos hogares franceses. Uno puede lamentar que frecuentemente se haya privilegiado ese aspecto de su personaje público para intentar hacer olvidar hasta qué punto su pensamiento era contestatario.
A menudo nos decía que si no hubiéramos sido sus hijos se habría sentido muy feliz de tenernos como amigos. Este libro en el que dialogamos es también el testimonio de una historia de amor entre una madre y su hija, ella y yo, que más allá de los vínculos de sangre tuvimos esa alegría de caminar en la vida, codo a codo, en la ternura.

Catherine Dolto

París, 23 de diciembre de 2000